martes, 15 de diciembre de 2015

El cara a cara, sale cruz

A Rajoy le pasa con el PP como con el Prestige; cuando todo el mundo ve que se hunde y lo corrompe todo a su paso, él solo ve algunos hilillos. Y es que, aunque es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde, no hay ya hijo de vecino que quiera que Mariano siga siendo su presidente. Excepto, al parecer, Pdr Snchz. "Sed malos, colegas", escribió una vez en un tuit y, consecuente con sus palabras como ningún otro político, decidió ayer ser el malo de la película. El problema de esta película es que le pasa como a El Sexto Sentido: todos sabemos ya que el protagonista está muerto desde el principio.

A diferencia de Kabul, esta vez Rajoy sí ha pensado que los ataques iban contra él. Y hasta aquí hemos llegado, claro. Efectivamente, el cambio seguro y el cambio sensato, se aunaron anoche para lanzar el mensaje de que lo más sensato es asegurarse de cambiar. Para decirnos que hasta aquí hemos llegado. Seríamos mezquinos, seríamos ruines, miserables incluso, de no hacerles caso. Sería estúpido, no escuchar a Pedro Ruíz afearle la corrupción a Rajoy, Ere que Ere con Bárcenas. Y es que, qué mejor mensaje que un SMS. “Luis, sé fuerte”, que tenemos para Rato.

Podemos quedarnos mirando, de un lado a otro, como Manuel Campo Vidal. Podemos sujetarle el paraguas a Rajoy y que caiga el chaparrón. Podemos ayudar a Sánchez a secarse la chaqueta, no vaya a ser que por una vez se moje. Podemos dejar que la tele de plasma se convierta una vez más en un plasma en la tele. O podemos cambiar de canal, de caras y de moderador. Tenemos la posibilidad de probar a que a la mesa se sienten otros, a ver si, de verdad, hasta aquí hemos llegado. Cualquier otra opción, sería indecente. Hemos consentido una legislatura, la segunda ya tal. Fin de la cita.

martes, 11 de noviembre de 2014

Pedro y el lobo

Hoy quiero contar una historia antigua con visos de actualidad perenne. Es la historia de Pedro y el lobo. Pedro, de apellido Pérez, solía entretenerse anunciando a bombo y platillo la venida del lobo. ¡El lobo! ¡Que viene el lobo feroz! Los campesinos, alarmados, escuchaban sus funestos augurios con exaltado pánico. ¡Acabará con nuestras propiedades! ¡Dividirá nuestros rebaños! ¡Nos robará el sustento! Cuando oían esto, se movilizaban indignados, prestos a defender lo suyo haciendo frente al lobo que pretendía destruir a Pedro y a todos ellos. Pero por más que gritara aquel anunciando el peligro, el lobo no aparecía nunca. Y se volvían a sus casas furiosos por haber sido engañados, pensando si sería real ese lobo feroz. Aún así, Pedro no se desanimaba y seguía proclamando una y otra vez la llegada del monstruo que acabaría con sus vidas. ¡Se comerá a nuestras ovejas! Exclamaba a izquierda y derecha. ¡Nos dejará sin trabajo! Declamaba a los cuatro vientos. ¡Se adueñará de nuestro pueblo para siempre! Y al escucharle, volvían a asustarse todos y corrían en su ayuda cada vez. De no presentarse nunca la bestia, empezaron, poco a poco, a perder fuste en la respuesta. Pedro llamaba y ellos acudían más despacio. Quizás no sea tan terrible, el lobo, empezaron a pensar algunos. Con el tiempo, los desilusionados campesinos, dejaron de temer al lobo y pasaron a volcar su rabia y su descontento sobre aquel que les mentía de continuo. ¡A ver si viene de verdad y se lo come de una vez! Se escuchó decir a alguien. Todavía Pedro gritaba e iban algunos con un palo, aquellos aferrados a la idea de no cambiar jamás. A pesar de ello, finalmente llegó un día en que Pedro volvió a tocar a rebato: ¡El lobo ya está aquí! Y, ciertamente, el lobo había llegado a casa de Pedro, mas ya a nadie le importaba lo más mínimo la suerte que pudiera correr el desdichado. Al enterarse de lo ocurrido, los habitantes del pueblo, se limitaron a escribir en su lápida: "RIP P.P".

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Rubia melancolía

Quizás sea el contorno de sus curvas, ese cuello altivo o ese culo perfectamente redondo. Tal vez la condensación que se forma en cada parte de su cuerpo para luego, juguetona, deslizarse de arriba abajo, entreteniéndose en el contorno de su mitad. Esa humedad al tacto. Esa fría calidez. Puede que se deba a cómo se deja agarrar del cuello para llevártela a la boca. Cómo, aún así, no alivia tu ansia y necesitas más, siempre más de ella. Esa sed que es agonía incurable. Podría, incluso, ser por ese rubor que genera en tus mejillas. Por cómo te enciende la garganta y te quema el alma. O cómo te incita a arrancarle con las manos todo aquello que la recubre, empapado ya, para dejarla desnuda entre tus manos. Y notar cómo va calentandose bajo tu palma, cómo la zarandeas y se estremece, espumeante y excitada. Igual, su tono dorado. O esa amargura que te deja en el paladar cuando se va. No sé exactamente por qué, pero te adoro, cerveza.

jueves, 22 de mayo de 2014

Te taTÚaste, como todos

[Entrada mía extraída del blog tendencialoabsurdo.blogspot.com]


Un triángulo, el símbolo de infinito, una estrella, un ancla, una sirena, un diente de león desvaneciéndose al viento como metáfora de la moda que viene y, de un soplo, se va. Tempus fugit, verba volant. Pero ah, amigo, esa marca no es fugaz. Estabas en el Festival de Benicassim, hacía calor y las muchachas te miraban con ojitos cargados de alicientes picantes, ardientes; caidita de párpados y aquí te espero. Tú se los devolvías vidriosos, como mirando a través del culo semitranslúcido de tu botella vacía de jäger. Y lo que veías era precioso. Esa morena, poseída por el espíritu de una ninfa majestuosa, moviéndose como un sauce mecido por un cálido céfiro, ella sola en el centro de la pista. De fondo, una música que todos a tu alrededor fingían conocer pero que sólo tú sentías como propia. Ellos tocaban para ti, para ti  y tus circunstancias, para ese momento de comunión mística con el caracoleo de sus guedejas castañas en torno a su cuello infinito. Os mirabais los dos, ajenos al mundo banal de lo terrenal, describiendo desde la distancia una trayectoria elíptica destinada, como el péndulo de Foucalt, a encontrarse en su centro exacto una y otra vez para toda la eternidad.

Bailasteis, y os contoneasteis, como ramas de junco fuertemente entrelazadas por una mano primorosa de artesano. Perdisteis la ridícula noción del tiempo. Y os besasteis. Sabía a cerveza, a algún licor fuerte y al agridulce aroma de las tragedias que se mascan de antemano. La puesta del sol os pilló mucho más puestos a vosotros. Te quedaste contemplando, absorto, cómo los últimos rayos de luz agónica lamían la piel torneada de sus hombros, en sentido descendente y figurado. Y no pudiste evitar pensar en lo mucho que te gustaría ser ese haz que penetra y hiende su carne tibia y palpitante. Entonces ella te agarró de la mano y te arrastró, juguetona, hacia la tienda de campaña, a la suya, claro, que tú ya la llevabas puesta; y allí dentro, con alegría vigorosa y estruendo clamoroso, se consumó el ritual mágico e ineluctable que había comenzado diez minutos atrás, en un tiempo ya remoto de imposible aprehensión. Os arrancasteis la ropa - frenesí sin freno -, los besos, las palabras e incluso las cuentas de Instagram. Hubo sexo, seguro. Pero no fue sólo eso.  Fue mucho más. Fue pasión, fue arrebato, fue aquí te pillo, pero no te mato. Os conjurasteis, sacrílegos vosotros, para hacer palidecer a los dioses en sus tronos celestiales. Y a tu amigo el feo, que pasaba por ahí.


Poco después, aunque en realidad no recuerdas cuánto ni cuándo, tus remembranzas pierden el hilo lógico de la temporalidad; se desmigajan en pequeños fragmentos de confusión y sorpresa, imposibles de recomponer. Tú seguías allí, y ella también, pero a la vez no. Lo siguiente que eres capaz de vislumbrar con claridad es el despertar: ella ya no está a tu lado, el sol brilla en lo alto y en tu pecho refulge una estrella. Una geometría afilada de cinco puntas grabada en tinta y sangre sobre tu corazón, que parece dolerse en cada latido desangelado y frágil. Una estrella sin ella. Un deseo fugaz no concedido. Querías el firmamento y te quedaste con la firma; miento, si digo que la querías, más ah, te has estrellado igual. 

jueves, 13 de junio de 2013

Feo

Érase un chico tan feo que mirarle te quitaba las penas y las ganas; te hacía preguntarte por el sentido de las cosas y las cosas sentidas. Era una fealdad de recia presencia, ineludible, te envolvía y atrapaba. Estaba ahí y no te dejaba ignorarla. Tomaba el poder, déspota fealdad aquella, y te sometía. Distaba de esas fealdades apocadas, grises, insustanciales, feas sin más. Esta era una fealdad vanidosa, arrogante, autoconsciente de su aplastante superioridad y, a la vez, triste. Triste por fea. Todo esto portaba aquel chico con admirable estoicidad. Era feo de poderosa fealdad y triste de singular tristeza, pero no se rendía. Una horripilancia tan tirana le confería un aura de invencibilidad ante lo mundano. Él lo achacaba a un histórico error interpretativo de la proporción aúrea. A ti se te antojaba tal catálogo de errores y desproporciones sin nombre ni perdón, que no podías más que quedar subyugadamente fascinado de su fea gloria. Y enloquecer de obsesión. Pues ya no podía tu mirada escapar de los bordes de su atracción fatal, ni hallar resquicio o resquebrajo nimio por el que deslizarse fuera de su fiero magnetismo. Y ahí quedabas tú, inerte, bobo, mohíno, prendidamente enamorado de una fealdad ampulosa y afligida.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Calcetines

Aquel niño había robado un conocimiento innato. Ignorando la carga instintiva concreta que ha de acompañar a cada ser humano en su nacimiento, se había llevado uno de más. Y ese fue el secreto de su infelicidad. Portaba una verdad ignota para el resto de sus congéneres, era primitivamente superior, más próximo al conocimiento real y universal, una maldición sin nombre ni tregua. Este don envenenado le mantuvo toda la vida apartado, excluido de la sociedad, recluido en sí mismo y su soledad. Jamás pudo integrarse pues pendía un abismo insondable entre él y los demás, que no podía ser salvado en ninguna dirección. Muriendo en vida acabó por morir en muerte, de la verdad, no de la metáforica de "vivo sin vivir en mí" y blablablá. No, muerto del todo. Del todo solo y solitario, muerto de muerte. Y solo entonces reveló el secreto primigenio que le había torturado en vida: que los calcetines no existen, son las madres.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Carta a ella

Querida ella, si estás leyendo esto, probablemente ya te has ido. Acabarás, sin duda, olvidando lo ocurrido, trascendiendo el pasado en busca de un futuro pretendidamente más feliz. Cerrarás, tarde o temprano, cuando llegue el momento, las fisuras por las que entraba el agua y se escapaban los suspiros, primero a raudales incontenibles, luego con ímpetu pasional, más tarde con suave constancia y, finalmente, con la desidia renuente de las despedidas. Y, superado el finalmente, no quedará resquicio alguno en el muro que levantarás a golpe de vivir. Pero hay personas que nacimos empeñadas en contrariar a la naturaleza, a los instintos que no sean los pasionales y al sentido común, y perseveramos en nuestro afán de saltarnos el ciclo lógico del tiempo, precisamente por eso, por lógicamente absurdo, y permanecer anclados en el pasado. Al fin y al cabo, a todos nos llegará un día aciago en que lo único, absolutamente lo único que nos quedará ya, serán el pasado y lo pasado. Nos limitamos, por pragmatismo poético, a adelantar acontecimientos. Y es que tú, querida ella, serás el motivo de todo lo anterior y lo posterior, pero también pasado. Haberte querido será el leit-motiv de toda una existencia anacrónica con su presente. La experiencia más desgarradora a la que poder asomarse, con el miedo al abismo colgando del cuello pero sin terminar de caer; el compendio de toda la ingenuidad de un corazón que empezó sin estrenar y hasta aquí ha llegado, con toda su obsolescencia, su nostalgia y sus ayeres. Y lo más genuinamente maravilloso jamás presenciado, el único motivo real. Cuando retrotraigas tu conciencia por nuestros aledaños, te dará igual, porque mirarás sin ver, porque tal vez fue bonito, porque en el fondo eres ella pero no lo quieres saber. Y te dirás que se está empezando a hacer demasiado oscuro para contemplar, que releer es de cobardes, pudiendo inventar. Y te diré que hiciste bien yéndote, que a contracorriente se ahoga uno más fácil que en alcohol, que aquí hace mucho frío y no huele a nada y duele todo. Ese mismo día aciago no tendré más remedio, a pesar de ser ya solo un disidente más, que alegrarme de que hayas sido ella todo este tiempo. Mas hay deudas que no se pueden jamás dejar de pagar, por eso desde el pasado te escribo esta carta para decirte, ah, que aquí estoy.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Compadre

— Joder tío, estoy metido en un asunto divertido.
— Suena a que no se va a reir nadie.
— Qué va, allí arriba se debe estar descojonando alguien de mí.
— Mientras que no sea allá abajo...

El alto se llamaba algo con jota, Javier, Jorge, algo así, pero ya ni su madre se acordaba y a nadie le importaba, así que era Jota. Olía a demasiado pasado y muy poco futuro, y a tabaco rancio. El gordo parecía, por el contrario, ser sólo presente. Andaba como quemando el último cartucho a cada segundo, reinventandose en cada palabra. No era, por supuesto, un tipo de fiar. Claro que el otro tampoco. Le daba igual como le llamaran, nunca respondía. Así que Jota le decía compadre. Compadre esto y compadre lo otro.

Esa noche bebían cerveza fuerte en el bar de siempre, compartiendo a media voz secretos y cigarros. Hablaban suave queriendo hacer creer que habría alguien interesado en escucharles. Nunca se sabe por dónde te la van a meter, pensaba Jota. — La he jodido.—¿Qué fue, compadre?— Ya sabes, lo de siempre; esas putas— . Cómo no, de putas iba la cosa. De pasarla putas o de pasarla con putas, o las dos cosas.

— La he matado. — ¿Lo has hecho? ¿En serio? No era tan cara—. Jota se mostraba cauto, de tanto pasado había aprendido a no meterse en asuntos de muertos. Ya le tocaría el turno de reencontrarse con ellos. En realidad tampoco quería tener nada que ver con los de los vivos, pero bueno, la cerveza estaba fría. — Y aquella zorra muy caliente, joder Jota, y tan caliente te digo.

— Para, para. No sé por qué insistes en hacerme partícipe de tus tribulaciones, compadre.
— Después de tirarse a una puta a nadie le gusta pagar. Después de matarla menos.
— ¿Y no podías haberla golpeado y largarte sin más?
— No joder, claro que no, joder. Yo...la quería joder.

Y este es el punto en el que todo se suele ir a la mierda. Porque claro, una cosa es ir y decirle por aquí esto y por aquí lo otro, y otra es querer darle un besito al acabar. El cartel de neón encima de la puerta parecía querer perder otro letra de su "Sara's" rosa y azul. El camarero del bigote limpiaba vasos con un paño y mucha indiferencia. Y los clientes apestaban cada uno por su lado, con sus anodinas vidas tiradas en la silla de al lado. El gordo cabrón enamorado bebía como si quisiera matarse junto con la sed. Tenía la mirada perdida, en busca de su conciencia y de las palabras adecuadas para expresarse. — Ya sabes que las palabras nunca han sido lo mío, joder, la boca está para otras cosas. — Lo sé, compradre, lo sé.

— Al principio no era así, claro—. Sonaba algo de Sabina, pero la propia radio tenía la voz rota, como si se hubiera acostumbrado a fumar mucho y a cantar para nadie. Muy pocos nueves días y demasiadas quinientas noches. — Al principio, sabes, iba y la ensartaba, y luego pagaba y adiós, sin el muy buenas. — Pero luego empecé a girarme al salir por la puerta. Y, joder, se la veía preciosa. Ahí tirada, desnuda. — Claro compadre, una mujer desnuda te acaba desnudando lo que no debe—. Un barril de cerveza se había sumado ya al recuento de cuitas y otro presentaba solicitud. Jota fumaba de liar, porque no tenía prisa, y su compadre agotaba paquetes de Fortuna en busca de la suya.

— Todo estaba muy claro. Ella ponía el agujero y yo el dinero para taparlo, como se ha hecho toda la vida con los dineros y los agujeros. Pero tuve que joderla. Tuve que mirarla a los ojos—. Dos cervezas más, primera raya. — Y, ¿sabes? Vi que estaba sola. Es decir, yo estaba allí, pero ella no, estaba sola joder. Y sentí que quería hacerle compañía allí donde estuviera.— Compadre, creo que has bebido demasiado, deberías dejar esas rayas para el desayuno.— Para el desayuno me basta con llegar—. El camamero asentía como queriendo expresar conformidad. — ¡Métete en tus asuntos!— Tranquilo compadre, él sólo está aquí porque no tiene más remedio—. Y aquel puto gordo seguía perdido, pensando, recordando el día en que de repente quiso saber su nombre. Sara. Le pegaba ese nombre. No de la misma forma que le pegaban los demás clientes, era una concordancia de estilo, tan fluida ella como su nombre. Parecían hechos el uno para la otra y vicerversa.

Sara era una puta barata. Con toda la poesía que eso le otorgaba, con todo su aura de desgracia y pasado incierto, con todo lo que parecía poder enseñarte. Pero aquel tipo vivía sólo en el presente. Jota se había abstraído ya de la historia, era demasiado típico, tíos duros que se pasan metiéndola y se llegan al corazón, y ahí se joden vivos para siempre. Seguía bebiendo, más pausadamento pero con convicción, sabedor de que todo aquello iba a acabar en algo peor que una resaca. La vida es una puta a la que no puedes dejar de pagar. — Olía a sexo, a carne y sudor, a látex y semen; pero también a limón. Sí, joder, a limón te digo. A suavizante de limón tal vez, o a algún perfume barato. Pero todos sus caminos conducen aroma, a ese aroma, que estaba en el fondo de todos sus suspiros.— Parece, compadre, que esa mierda te ha soltado la lengua, te asemejas ahora a un chupatintas de esos, con toda tu jerigonza absurda...

— ¿Qué significa jerigonza?
— Mucha chingada hablando y poca chingando.
— Bueno, por una vez que tengo algo que decir, mejor será hacerlo bien.

Debía creer que su historia era única, pensaba Jota, sin ser él de pensar mucho en los demás. — Noté que empezaba a desear estar con ella, sin ser yo nada de eso—. Sara era voluptuosa, no había duda, pero al mismo tiempo frágil, delicadamente elástica, conduciendote irremediablemente a querer protegerla, y al desastre. — Era de piel aceitunada y ojos color miel, de la más dulce joder. — Normal, era medio mora, o panchita, o de su puta madre, quién sabe—. Un cliente se levantó de su mesa del fondo y tambaleándose se avino hasta la barra. — ¡Esa era una zorra como todas!—. Jota no trató de impedir que su compadre y el recién llegado se enzarzaran, pues lo hicieron con desgana, por cumplir el cupo de hombría de la noche. Además, qué carajo, por él como si se mataban, más abono para este mundo de mierda. Todo acabó con dos vasos rotos, un grito del camarero del bigote y cada uno declamando imprecaciones a la sazón de la madre del otro, pero de lejos. Y hasta la próxima, compañero.

El camarero recogió los cristales rotos y el gordo sus recuerdos desperdigados. La bebida seguía corriendo río abajo, pero hacía tiempo ya que habían cruzado el Rubicón. — Un día me dijo que yo era distinto, que se la metía como si quisiera purgar todos mis demonios. Ella; ella que ahuyentaba todos mis nuncas.— Ahora debes ser un Cervedo de esos. O un Góndola. Ya sabes, de los de la escuela—. Sara, en realidad, no era nada, como todos, pero para aquel gordo cabrón había representado, por un instante idílico e irrepetible, su salvación. La posibilidad de, por una vez, salir del presente en el que vivía atrapado y soñar con un futuro redentor.

— Llegó un día en que no me quiso cobrar. Invita, cariño, la casa dijo. Por ser tú dijo.
— Joder, sexo gratis compadre, eso ya no se ve mucho por estos lares.
— Ya no recordaba la última vez, debió ser en otra vida.
— Ah, ¿que has llegado a desperdiciar más de una?

Entonces se hizo el silencio y Jota aprovechó para ir al baño, dejando por un rato al otro con sus fantasmas. Se apalancó sobre el urinario y se sacó la polla para mear con dificultad un lánguido chorro de tono rojizo. Después de recuperar la respiración y la compostura, extrajo un frasco de pastilllas del abrigo y se tragó la mitad con gesto de familiaridad, como saludando a un viejo amigo. Se miró al espejo, se vio tan viejo y sucio como siempre y, con la cumplida resignación que le había acompañado desde aquellos días en que nada volvió a ser como antes, volvió al bar, a seguir charlando un ratio más con los muertos. El gordo se había derrumbado ya sobre la barra, tal vez por el alcohol, tal vez por el peso de la culpa. — Esa noche la poseí con pasión joder, no como los animales. La acaricié ¿sabes? Y nos besamos. Y me dijo suavecito papi, tócame aquí, sí, despacito mi amor. Joder, nos besamos te digo. Tenía una hermosura tan rota, tan cansada, tan...— Lo sé, compadre, lo sé—. Qué iba a saber, en aquella ciudad no había polla que se agitase a la que ella no hubiese bautizado como mi amor, pensó Jota, llevándose disimuladamente la mano a la suya propia, escodiendo un gesto de dolor entre los pliegues de su contrahecha máscara.

— Cuando acabamos se desenrroscó de entre mis brazos y me miró a los ojos. No podemos seguir asi, papi, me dijo. Joder, ¿cómo que no podemos seguir así? ¿Seguir a dónde?
— ¿Eso dijo?
— Eso dijo.
— Y la mataste.
— La maté, joder, claro que la maté.
— ¿Por qué?

Jota no quería la respuesta, no le interesaba, en realidad, pero había elegido dejarse llevar, olvidarse de su mierda por una noche para que le echaran encima la de los demás. Entonces aquel gordo cabrón se levantó congestionado de ira y de coca, arrojando el taburete y los vasos y la botella contra el suelo, destrozando implacablemente a su paso todo aquello que trató de interponerse entre él y su desgarrada confesión, su definitivo mea culpa, con dos cojones y un corazón roto: "¡PORQUE LA QUERÍA JODER, POR ESO LA MATÉ!".

El camarero, el del bigote, el que llevaba ahí toda la noche, perro viejo en el oficio, no trató de contenerle. Se limitó a mirarle acodado en la barra y preguntarle por el sentido trágico de sus actos, también por cumplir el cupo.

— ¿Qué has hecho esta vez, gordo cabrón?
Jota suspiró y se encendió el último cigarro.
— ¡HE MATADO A TU MUJER, HIJO DE PUTA!

martes, 4 de diciembre de 2012

Jodida zorra

Le pidió el encargo de que escribiera algo bonito para ella. Y, bueno, no se le ocurría una mierda. Eso fue al principio. Luego las ideas empezaron a fluir, pero no como ella habría querido. Eran ideas fundamentalmente negativas, esbozos de dudas y miedos ocultos, trazos de una infelicidad subyacente que amenazaba con destruirle a él y a su escrito. Ella le acusaba de malditismo de pega.

No sabes escribir una jodida mierda si no te sientes un alma en pena, hundida y solitaria. Eres un impostor de pluma barata.
Calla mujer, ojalá no fueras tú igual de barata.

Entonces bebió y escribió hasta vaciarse él y la botella. Y después rompió todas las hojas y le dijo que lo único que podría escribirle que ella considerara bonito serían los papeles del divorcio.

Me voy al bar.
¿A estas horas? Está cerrado.
Como tú.
Imbécil.

Y se marchó a pasear su aterido talento por el frío de la ciudad. Sentía la boca pastosa y el alma ahogada en alcohol. Pero las penas seguían ahí, a flote, como siempre. Llegó al puente sobre el río, más por fortuna y azar que por propósito, o por despropósito. Y atisbó el fondo. El suyo, no el del río, que para eso estaba demasiado oscuro.

Jodida zorra.

Y se tiró. Y nunca supo si fue un escritor maldito o un maldito escritor.

jueves, 29 de noviembre de 2012

"Porque mi oficio es escribir y ella siempre..."

Tan inestable que deviene inaprensible, como un sueño por la mañana. Es algo blasfemo, casi obsceno, verla ser. O simplemente estar. Tan ajena, tan perdida en sí misma, que dan ganas de ir a buscarla y quedarse allí, encontrado. Tan como el fluir de un gato en el alféizar de una ventana abierta, el mismo eco a abismo, la misma elegancia peligrosa, el mismo vértigo. Un roto sin descosío, un dedal sin aguja, un hilo bordándote en filigranas inacabadas. Siempre yéndose, siempre huyendo, siempre aquí pero allá; una sonrisa desacompasada en el mirar. Tan ella como no podría ser de otra forma, tan como el rastro de los aviones en el cielo, tan queriendo ser nube sin serlo. Una muesca en un palito a la deriva en cualquier río. Y río por no llorar. Es impulsivo llanto histérico, risa incontenida, eclosión abrasiva o nota triste de un violín desafinado. Es según, y según el momento. Quisiera, no sé, agarrar su trenza ladeada y aferrarme a ella para susurrarle en la nunca palabras necias que no hagan oídos sordos, firme para no caer y quedar atrás. Quisiera, tal vez, componer canciones sin melodía con los sonidos de un microondas, o de la lluvia o de los suspiros, para bailarlas hasta no saber bailar, y luego seguir no bailandolas hasta que duelan los pies y quieran bailar solos, sólo para ella. Quisiera, quizá, dejarle el cuello como la tapa de un bolígrafo, y luego dejar correr la tinta. Píntame, píntame rápido como si me fuera a borrar, y luego fírmalo con la puntita de los dedos. Yo sólo sé que sabe a té amargo y promesas. Tan tan. Es coma, como el como de ella, como para comar o comer, o comérsela. A veces siento la necesidad imperiosa de enredarla, de atarla a mi cama y no dejarla salir nunca más, hasta que se agote el olor de sus sabores, pero me conformo con recoger pelos de la almohada y hacer cadenas de nuditos con los que prender deseos. Y después mueren las palabras, desubicadas dentro del diccionario, agolpadas todas en las esquinas siguiéndola al pasar, desesperadas tratando de encontrar de entre ellas a la más adecuada. ¡Alocada! ¡Extasiante! ¡Hechizo! Levantan sus manecillas intentando llamar la atención para ser elegidas, pero la marea unánime de descontento las acalla, sabedoras todas de que jamás darán con la adecuada. Entonces me miran a mí, arremolinadas en el canto, conceptuando mi llanto con devaneos crueles. ¡Absurdo! ¡Pueril! ¡Insensato! ¡Etcétera! Y caracolean todas divertidas, maravilladas de que, al fin, pueda dejarme sin palabras.