— Joder tío, estoy metido en un asunto divertido.
— Suena a que no se va a reir nadie.
— Qué va, allí arriba se debe estar descojonando alguien de mí.
— Mientras que no sea allá abajo...
El alto se llamaba algo con jota, Javier, Jorge, algo así, pero ya ni su madre se acordaba y a nadie le importaba, así que era Jota. Olía a demasiado pasado y muy poco futuro, y a tabaco rancio. El gordo parecía, por el contrario, ser sólo presente. Andaba como quemando el último cartucho a cada segundo, reinventandose en cada palabra. No era, por supuesto, un tipo de fiar. Claro que el otro tampoco. Le daba igual como le llamaran, nunca respondía. Así que Jota le decía compadre. Compadre esto y compadre lo otro.
Esa noche bebían cerveza fuerte en el bar de siempre, compartiendo a media voz secretos y cigarros. Hablaban suave queriendo hacer creer que habría alguien interesado en escucharles. Nunca se sabe por dónde te la van a meter, pensaba Jota. — La he jodido.—¿Qué fue, compadre?— Ya sabes, lo de siempre; esas putas— . Cómo no, de putas iba la cosa. De pasarla putas o de pasarla con putas, o las dos cosas.
— La he matado. — ¿Lo has hecho? ¿En serio? No era tan cara—. Jota se mostraba cauto, de tanto pasado había aprendido a no meterse en asuntos de muertos. Ya le tocaría el turno de reencontrarse con ellos. En realidad tampoco quería tener nada que ver con los de los vivos, pero bueno, la cerveza estaba fría. — Y aquella zorra muy caliente, joder Jota, y tan caliente te digo.
— Para, para. No sé por qué insistes en hacerme partícipe de tus tribulaciones, compadre.
— Después de tirarse a una puta a nadie le gusta pagar. Después de matarla menos.
— ¿Y no podías haberla golpeado y largarte sin más?
— No joder, claro que no, joder. Yo...la quería joder.
Y este es el punto en el que todo se suele ir a la mierda. Porque claro, una cosa es ir y decirle por aquí esto y por aquí lo otro, y otra es querer darle un besito al acabar. El cartel de neón encima de la puerta parecía querer perder otro letra de su "Sara's" rosa y azul. El camarero del bigote limpiaba vasos con un paño y mucha indiferencia. Y los clientes apestaban cada uno por su lado, con sus anodinas vidas tiradas en la silla de al lado. El gordo cabrón enamorado bebía como si quisiera matarse junto con la sed. Tenía la mirada perdida, en busca de su conciencia y de las palabras adecuadas para expresarse. — Ya sabes que las palabras nunca han sido lo mío, joder, la boca está para otras cosas. — Lo sé, compradre, lo sé.
— Al principio no era así, claro—. Sonaba algo de Sabina, pero la propia radio tenía la voz rota, como si se hubiera acostumbrado a fumar mucho y a cantar para nadie. Muy pocos nueves días y demasiadas quinientas noches. — Al principio, sabes, iba y la ensartaba, y luego pagaba y adiós, sin el muy buenas. — Pero luego empecé a girarme al salir por la puerta. Y, joder, se la veía preciosa. Ahí tirada, desnuda. — Claro compadre, una mujer desnuda te acaba desnudando lo que no debe—. Un barril de cerveza se había sumado ya al recuento de cuitas y otro presentaba solicitud. Jota fumaba de liar, porque no tenía prisa, y su compadre agotaba paquetes de Fortuna en busca de la suya.
— Todo estaba muy claro. Ella ponía el agujero y yo el dinero para taparlo, como se ha hecho toda la vida con los dineros y los agujeros. Pero tuve que joderla. Tuve que mirarla a los ojos—. Dos cervezas más, primera raya. — Y, ¿sabes? Vi que estaba sola. Es decir, yo estaba allí, pero ella no, estaba sola joder. Y sentí que quería hacerle compañía allí donde estuviera.— Compadre, creo que has bebido demasiado, deberías dejar esas rayas para el desayuno.— Para el desayuno me basta con llegar—. El camamero asentía como queriendo expresar conformidad. — ¡Métete en tus asuntos!— Tranquilo compadre, él sólo está aquí porque no tiene más remedio—. Y aquel puto gordo seguía perdido, pensando, recordando el día en que de repente quiso saber su nombre. Sara. Le pegaba ese nombre. No de la misma forma que le pegaban los demás clientes, era una concordancia de estilo, tan fluida ella como su nombre. Parecían hechos el uno para la otra y vicerversa.
Sara era una puta barata. Con toda la poesía que eso le otorgaba, con todo su aura de desgracia y pasado incierto, con todo lo que parecía poder enseñarte. Pero aquel tipo vivía sólo en el presente. Jota se había abstraído ya de la historia, era demasiado típico, tíos duros que se pasan metiéndola y se llegan al corazón, y ahí se joden vivos para siempre. Seguía bebiendo, más pausadamento pero con convicción, sabedor de que todo aquello iba a acabar en algo peor que una resaca. La vida es una puta a la que no puedes dejar de pagar. — Olía a sexo, a carne y sudor, a látex y semen; pero también a limón. Sí, joder, a limón te digo. A suavizante de limón tal vez, o a algún perfume barato. Pero todos sus caminos conducen aroma, a ese aroma, que estaba en el fondo de todos sus suspiros.— Parece, compadre, que esa mierda te ha soltado la lengua, te asemejas ahora a un chupatintas de esos, con toda tu jerigonza absurda...
— ¿Qué significa jerigonza?
— Mucha chingada hablando y poca chingando.
— Bueno, por una vez que tengo algo que decir, mejor será hacerlo bien.
Debía creer que su historia era única, pensaba Jota, sin ser él de pensar mucho en los demás. — Noté que empezaba a desear estar con ella, sin ser yo nada de eso—. Sara era voluptuosa, no había duda, pero al mismo tiempo frágil, delicadamente elástica, conduciendote irremediablemente a querer protegerla, y al desastre. — Era de piel aceitunada y ojos color miel, de la más dulce joder. — Normal, era medio mora, o panchita, o de su puta madre, quién sabe—. Un cliente se levantó de su mesa del fondo y tambaleándose se avino hasta la barra. — ¡Esa era una zorra como todas!—. Jota no trató de impedir que su compadre y el recién llegado se enzarzaran, pues lo hicieron con desgana, por cumplir el cupo de hombría de la noche. Además, qué carajo, por él como si se mataban, más abono para este mundo de mierda. Todo acabó con dos vasos rotos, un grito del camarero del bigote y cada uno declamando imprecaciones a la sazón de la madre del otro, pero de lejos. Y hasta la próxima, compañero.
El camarero recogió los cristales rotos y el gordo sus recuerdos desperdigados. La bebida seguía corriendo río abajo, pero hacía tiempo ya que habían cruzado el Rubicón. — Un día me dijo que yo era distinto, que se la metía como si quisiera purgar todos mis demonios. Ella; ella que ahuyentaba todos mis nuncas.— Ahora debes ser un Cervedo de esos. O un Góndola. Ya sabes, de los de la escuela—. Sara, en realidad, no era nada, como todos, pero para aquel gordo cabrón había representado, por un instante idílico e irrepetible, su salvación. La posibilidad de, por una vez, salir del presente en el que vivía atrapado y soñar con un futuro redentor.
— Llegó un día en que no me quiso cobrar. Invita, cariño, la casa dijo. Por ser tú dijo.
— Joder, sexo gratis compadre, eso ya no se ve mucho por estos lares.
— Ya no recordaba la última vez, debió ser en otra vida.
— Ah, ¿que has llegado a desperdiciar más de una?
Entonces se hizo el silencio y Jota aprovechó para ir al baño, dejando por un rato al otro con sus fantasmas. Se apalancó sobre el urinario y se sacó la polla para mear con dificultad un lánguido chorro de tono rojizo. Después de recuperar la respiración y la compostura, extrajo un frasco de pastilllas del abrigo y se tragó la mitad con gesto de familiaridad, como saludando a un viejo amigo. Se miró al espejo, se vio tan viejo y sucio como siempre y, con la cumplida resignación que le había acompañado desde aquellos días en que nada volvió a ser como antes, volvió al bar, a seguir charlando un ratio más con los muertos. El gordo se había derrumbado ya sobre la barra, tal vez por el alcohol, tal vez por el peso de la culpa. — Esa noche la poseí con pasión joder, no como los animales. La acaricié ¿sabes? Y nos besamos. Y me dijo suavecito papi, tócame aquí, sí, despacito mi amor. Joder, nos besamos te digo. Tenía una hermosura tan rota, tan cansada, tan...— Lo sé, compadre, lo sé—. Qué iba a saber, en aquella ciudad no había polla que se agitase a la que ella no hubiese bautizado como mi amor, pensó Jota, llevándose disimuladamente la mano a la suya propia, escodiendo un gesto de dolor entre los pliegues de su contrahecha máscara.
— Cuando acabamos se desenrroscó de entre mis brazos y me miró a los ojos. No podemos seguir asi, papi, me dijo. Joder, ¿cómo que no podemos seguir así? ¿Seguir a dónde?
— ¿Eso dijo?
— Eso dijo.
— Y la mataste.
— La maté, joder, claro que la maté.
— ¿Por qué?
Jota no quería la respuesta, no le interesaba, en realidad, pero había elegido dejarse llevar, olvidarse de su mierda por una noche para que le echaran encima la de los demás. Entonces aquel gordo cabrón se levantó congestionado de ira y de coca, arrojando el taburete y los vasos y la botella contra el suelo, destrozando implacablemente a su paso todo aquello que trató de interponerse entre él y su desgarrada confesión, su definitivo mea culpa, con dos cojones y un corazón roto: "¡PORQUE LA QUERÍA JODER, POR ESO LA MATÉ!".
El camarero, el del bigote, el que llevaba ahí toda la noche, perro viejo en el oficio, no trató de contenerle. Se limitó a mirarle acodado en la barra y preguntarle por el sentido trágico de sus actos, también por cumplir el cupo.
— ¿Qué has hecho esta vez, gordo cabrón?
Jota suspiró y se encendió el último cigarro.
— ¡HE MATADO A TU MUJER, HIJO DE PUTA!